La ilusión del primer salto. La emoción de la primera canasta. La incontrolable sensación de querer abarcar todo.
La mercadotecnia de la NBA ha logrado vencer la quimera de la expectación. Esperamos, como los personajes de Beckett. Esperamos siempre el siguiente acontecimiento. Al inicio de la Regular, del cierre de traspasos, al All Star, a los Playoffs, las Finales, el Draft, el mercado estival… Como cebados a base de glutamato para que nunca saciemos nuestro hambre.
Todo desprende ese aire de novedad con cada nueva temporada. Ese aroma inconfundible de sentimientos disparados e ilusiones concentradas. Todo un verano en el que la industria no ha hecho más que recordarnos ese estado de euforia permanente que debemos mostrar cuando se de el pistoletazo de salida. Y, a ser posible, compartirlo en las redes sociales para alentar la histeria colectiva hasta convertirla en un fenómeno global.
Pero la temporada avanza. Primeros quince partidos. Treinta. Cincuenta. Y no ha pasado ni un mes desde su arranque. La Regular se ha convertido ya en otro pozo de historias. Ese cementerio donde enterrar cataratas de estadísticas, récords y artículos de mecha corta sepultados por el vertiginoso ritmo de la competición y sus exigencias de guión. Y, como un flash, llega mayo de nuevo. No hay lugar para mirar atrás.
Otra temporada más se ha esfumado. Otra campaña que terminará reducida a míseros números incapaces de atrapar la esencia de sus acontecimientos. Temporada 2018-2019. Como si bajo su título pudiéramos inferir todo. Pero bajo esa alfombra no hay sino escombros apilados esperando su turno para caer en los abismos de la memoria.
Álvaro Carretero 